El día en que Colombia estuvo a punto de regalar el Galeón San José
En 2001, intentó suscribir que tesoros en barcos hundidos como el caso del Galeón San José son del país cuya bandera los identifica.
Asomó su quilla frente a las costas de Barú, a solo 48 kilómetros de Cartagena, en línea recta, con el mar de por medio. Eran las 8 de la noche del 8 de junio de 1708. Están a punto de cumplirse 308 años. Parece que 8 es el número cabalístico de aquella tragedia.
De repente, el Galeón San José se vio rodeado por cuatro barcos ingleses. Le ordenaron que se detuviera. Pero los españoles habían divisado ya las primeras luces de la bahía de Cartagena y creyeron que tendrían tiempo de llegar a la ciudad amurallada. Por eso prefirieron templar velas, que es como se llama la aceleración entre los navegantes.

Al descubrir la maniobra, los ingleses le dispararan un cañonazo de advertencia. Bonita advertencia: cayó directamente en el depósito de pólvora, llamado polvorín o santabárbara, y el barco se despedazó. “Se abrió como un plátano”, dice, estremecido, Eugene Lyon, el respetado historiador naval de los Estados Unidos.
Los cangrejos
El resto de la historia se ha contado mil veces en estos días. Lo que no se ha contado es que el Gobierno de Colombia estuvo a punto de regalar el galeón. Los invito a que hagamos un viaje de 300 años en la máquina del tiempo. Aterrizaremos a finales del siglo veinte.
Estamos en 1988 (ahí van dos ochos más). Es la presidencia de Virgilio Barco. Empiezan a llegar reclamos de varias empresas internacionales que exigen rescatar y compartir la riqueza del San José. Una de ellas, llamada Sea Search Armada, asegura que ese derecho es suyo porque acaba de descubrir las coordenadas del lugar exacto donde está el naufragio.
La respuesta del Gobierno consistió en contratar al gringo Tommy Thompson, uno de los buscadores de tesoros más famosos del mundo, que sumergió sus equipos electrónicos en las aguas señaladas. Cuando volvió a tierra, donde lo esperaban ministros y marineros con el credo en la boca, Thompson los miró con calma, se tomó su tiempo y, por fin, exclamó en buen español:
–Ahí lo único que hay es cangrejos…
Los quijotes del galeón
Fue tal el estropicio armado con aquellas noticias que en Barranquilla se organizó un grupo de soñadores, historiadores aficionados y amantes de la aventura. Ellos mismos querían buscar el galeón.
A la cabeza estaba el médico Andrés Cadena Osorio, de quien sus amigos creían que se había vuelto loco. Aun así, se le unieron el abogado Fernando Borda Castilla y el ilustre médico bogotano Jorge Reynolds, especialista en asuntos del corazón, el mismo que fabricó en 1958 –otra vez el 8– el primer marcapasos portátil del mundo. Entre todos convencieron a Carlos Lleras de la Fuente para que los ayudara desde Bogotá.
Su entusiasmo era tan grande que viajaron a los Estados Unidos, investigaron por todas partes, intentaron conseguir un crédito para su expedición, se matricularon en la Escuela Naval de Cartagena, aprendieron historia y, ya preparados, mandaron una petición a las autoridades marítimas del Estado colombiano para que les permitieran iniciar la búsqueda.
El 18 de agosto de 1998 –ahí van otros ochos– la Dirección Marítima les contestó que lo sentía mucho, pero que, como no había leyes que reglamentaran esas materias, no podían concederles la autorización.
El pacto de la Unesco
Ahora, cuando han pasado tantos años, me siento a conversar con el médico Cadena, frente al mismo paraje donde fue abatido el San José. La bahía que divisaron los tripulantes del galeón es lo único que nos separa del lugar donde lo hundieron. El mar está manso esta mañana del domingo. El sol está bravo.
–Nosotros no éramos unos cazadores de tesoros –me dice Cadena–. Claro que yo quería ganarme una platica con ese trabajo, pero lo que me inquietaba, y me sigue inquietando, es que somos un pueblo sin memoria histórica. No tenemos orgullo de lo nuestro. Ahora que lo pienso bien, lo que buscábamos, más que rescatar el galeón, era rescatar la historia de Colombia.
Andaban en esas y estaban a punto de darse por vencidos. Una mañana del 2001, Andrés Cadena abrió el periódico y casi se desmaya: perdida en el rincón más humilde estaba la noticia: el gobierno del presidente Andrés Pastrana anunciaba que había resuelto firmar, con otros países del mundo, la Convención de la Unesco sobre barcos hundidos.
Cuando vio que hablaban de galeones, naufragios y tesoros, Cadena paró la oreja. Se puso a averiguar de qué se trataba aquel acuerdo internacional. La Unesco es la entidad cultural de las Naciones Unidas, con sede en París.
Aparece el senador Lizarazo
El médico andaba entre rabioso y atónito. “Imagínese usted”, recuerda ahora, “que semejante tratado decía que, a partir de su aprobación, las especies náufragas, como barcos y tesoros, le pertenecerían al país cuya bandera llevaba el barco. Es decir, a España”.
Cadena lo averiguó todo, aunque tuviera que perder sueño, sacrificar domingos, cancelar almuerzos. Supo, por ejemplo, que el director de la Unesco era un diplomático llamado Federico Mayor Zaragoza. ¿Adivinan ustedes de dónde es? Sí, señor: español.
Entonces, convertidos otra vez en don Quijote, el mismo Cadena, Borda, Reynolds y Lleras de la Fuente salieron a cabalgar de nuevo en un combate contra los molinos de viento. Se reunieron en Bogotá.
Buscaron ayuda de la Procuraduría y la Contraloría, pero nadie les paró bolas. En ese momento Cadena recordó que él tenía un amigo senador. Se trataba de Alfonso Lizarazo, uno de los colombianos más populares de su época, el hombre que hace 45 años creó y dirigió Sábados felices, el programa humorístico de la televisión.
Con su admirable campaña televisiva de construir escuelas por todo el país, a Lizarazo lo habían elegido congresista en 1998. Cadena lo había conocido poco tiempo atrás, en Barranquilla, mientras almorzaban en un club campestre.
El regalo
En medio de nuestra charla, el senador Lizarazo me dice que quedó perplejo cuando su amigo le contó la historia.
Dedicó días enteros a investigar el asunto. Eso fue hace catorce años.
–Lo que me dijo Cadena resultó exacto –comenta–. Me comuniqué con la Presidencia de la República, los ministerios, cónsules y embajadores. Era cierto: el Gobierno había decidido firmar el pacto de París y no estaba dispuesto a echarse para atrás. Me dijeron que la decisión de suscribirlo estaba tomada y que al frente del asunto se movía el Ministerio de Cultura. Colombia iba a entregarle a España toda su riqueza sumergida.
El único que les halló la razón fue el canciller Guillermo Fernández de Soto, quien le sugirió a su propio gobierno que no firmara. Entonces, viendo que el tiempo se les venía encima, Lizarazo resolvió llevar sus inquietudes a la Comisión Sexta del Senado, de la que era miembro.
–Todos mis colegas me apoyaron porque estábamos defendiendo al país. Los senadores me decían “Colombia no puede firmar eso”. Venían a pedirme más información. Y me aconsejaron que le planteara el asunto a la sesión plenaria.
Así se hizo. Lizarazo aprovechó una tarde en que el recinto estaba lleno, pidió la palabra y les echó el cuento completo. Luego presentó una proposición, que fue aprobada por una gigantesca mayoría, en la que el Senado de Colombia les pedía al presidente Pastrana y al Ministerio de Cultura “que se abstuvieran de firmar la Convención de la Unesco sobre barcos hundidos y especies náufragas”.
Nos habíamos salvado por un pelo. Gracias a ellos, el galeón San José sigue siendo nuestro. Lizarazo, en la placidez del retiro, vive tranquilo en Barranquilla, y los sábados se dedica a jugar golf con Cadena.
‘Era el más grande’
Pasan los años. El médico Cadena ha atesorado emociones y conocimientos sobre el galeón. Hasta ahora es lo único que ha atesorado. Le pregunto por qué, habiendo tantos galeones hundidos bajo el oleaje caribe que rodea a Cartagena, el San José es el más famoso, el más apetecido, el más buscado.
–Por una razón muy sencilla –responde–: porque era el más grande. En la formidable flota de galeones españoles, a comienzos del siglo XVIII, solo había dos, que podían transportar hasta mil toneladas cada uno: el San Joaquín y el San José. De ellas, quinientas toneladas eran para cargar mercancía y las otras quinientas para llevar pasajeros.
Ahora soy yo el que recuerda: aquella última noche en que divisó las primeras luces de Cartagena, además de sus 596 pasajeros, el San José iba cargado con monedas de oro y plata, lingotes de ambos metales, perlas y esmeraldas, pero también de otras joyas invaluables que producía América, como las plantas medicinales, la quina o la ipecacuana, tan apreciadas por los médicos y los enfermos europeos.
Epílogo
¿El tesoro del San José es de Colombia o de España? ¿O de ambos? ¿Tienen también derecho Ecuador y Perú, de donde procedía el cargamento de oro y plata? ¿Y Panamá, que fue su última escala antes del desastre, y donde embarcaron los costales de perlas? ¿Y también las comunidades indígenas del Cauca, que reclaman la propiedad del oro? ¿Y también tendríamos que darles una parte a los descendientes de los piratas ingleses, porque, al fin y al cabo, fueron ellos quienes lo hundieron y lo pusieron ahí donde está?
La pregunta más importante de todas, sin embargo, no es ninguna de esas. Es esta: ¿ustedes están seguros de que todavía queda alguna cosita de valor dentro del galeón? Porque, si seguimos en esas, les vamos a quedar debiendo…
JUAN GOSSAÍN
Especial para EL TIEMPO