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¿Cómo era estar a bordo del Galeón San José?

¿Cómo era la vida a bordo del galeón San José?

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¿Cómo era la vida a bordo del galeón San José?

Grande para la época, pero con solo 400 metros cuadrados habitables, el Galeón San José navegaba con un promedio de 600 personas.

La vida en el Galeón San José era un incierto y hediondo infierno: mucho calor de día, mucho frío de noche, gente hacinada y sin higiene, animales, alimentos podridos, agua corrompida, vómitos y mierda.

Grande para la época, pero con solo 400 metros cuadrados habitables –el equivalente a tres buses articulados de TransMilenio–, el galeón San José navegaba con un promedio de 600 personas, de los cuales 168 eran gente de mar, 133 eran gente de guerra y el resto, pasajeros: burócratas, comerciantes, aventureros y familias, que se convertían en un tremendo estorbo para las operaciones navales.

En las bodegas y las dos cubiertas cargaban un avituallamiento embarazado de barriles, toneles, arcones, botijas, fardos y cajas con provisiones de bizcocho, aceite de oliva, miel, vinagre, bacalao seco, jamón, tocino, cecina, vino, madera, garbanzos, huevos, sal, leña, arroz, nueces, muebles, paños, pasas, cebollas, queso, garbanzos, ajos, brea, gallinas, cerdos, guitarras, cabras, mantas, almohadas, balanzas, lanchas, sereníes, remos, velas, hachones, canastos, maletas, esterillas, pulgas, chinches, piojos, garrapatas, cucarachas y gatos que eran amuletos de buena suerte, excepto para las ratas y ratones, los primeros en embarcar, los que nunca se marean y los que mejor se adaptaban a la travesía. (Vea: Cañones y otras piezas encontradas en el galeón San José)

Además, baldes, ollas, cuchillas, cucharas, platos, cuerdas, aros de hierro, ungüentos, tambores, relojes de arena, cruces, estandartes, borlas, guirnaldas, medicinas, cuadrantes, cañones, dagas, balas, pólvora, arcabuces, sextantes, tres palos y diez velas cuadradas.

Tras siete años de espera por culpa de la guerra, la falta de presupuesto, la escasez de marineros y dos intentos de los ingleses por destruir las embarcaciones en puerto, el galeón San José –la nave capitana o líder– y su gemelo idéntico, el galeón San Joaquín –la nave almiranta–, zarparon del puerto de Cádiz (España) con el resto de la flota, el 10 de marzo de 1706, y llegaron a Cartagena 41 días después y sin incidentes.

Entre los pasajeros estaba el marqués de Castelldosrius, muy noble y muy arruinado catalán, nombrado vigésimo cuarto virrey del Perú, quien viajaba con toda su familia y 30 personas de séquito. Además de su linaje, este hombre era notable por haber besado antes que ningún otro español el anillo del recién ungido Felipe V (El Animoso), el primer rey de España perteneciente a la dinastía de los Borbones, que llegó al trono con solo 17 años, sin hablar español y con la necesidad de fondos, muchos fondos para financiar una guerra civil y allende las fronteras, llamada de Sucesión, que se libraba en muchos frentes para proteger el imperio español, que después de cada batalla se hacía más débil y pequeño.

Una de las principales tareas del nuevo virrey era llenar, antes del regreso, las bodegas de la flota del tesoro (abanderada por el galeón San José) con oro, plata y piedras preciosas captadas como impuestos, y revitalizar la Feria de Portobelo, en Panamá.

Galeón San José
Galeón San José

En el mismo viaje venía el arzobispo de Santa Fe (Argentina). ¿Dónde se alojaban el virrey, su séquito y el excelentísimo arzobispo? En el galeón sólo había cuatro pequeñas cabinas, una para el maestre, otra para el capitán y dos para pasajeros importantes.

Higiene, sexo y comida

A bordo tenían solamente dos letrinas con baldes que estaban ubicadas cerca de la cabina del capitán. Los demás tenían que hacer del cuerpo delante de todos, como comer, en un sitio llamado ‘el jardín’, compuesto por sendas tablas con un hueco que sobresalían en la popa (para navegantes novatos) y la proa (para los más expertos, que aguantaban los chapuzones que probaba la quilla).

El agua era tan escasa que no se podía desperdiciar para la higiene del barco y de la gente.

La privacidad era un lujo que no existía. Las relaciones heterosexuales, además de incómodas, estaban prohibidas y castigadas.

El pecado nefando, innombrable, execrable y vergonzoso, la homosexualidad, era frecuente entre tantos hombres solos y hacinados tanto tiempo.

Aunque también estaba prohibido, se jugaba a los naipes y a los dados. A veces se divertían con riñas de gallos. Los más cultos, muy pocos, leían libros si no estaban mareados. Despiojarse y contar historias de romances y aventuras eran pasatiempos muy entretenidos. Y cantaban con chirimías.

La alimentación era un tormento. Las verduras y las frutas se acababan los primeros días y después venían jornadas miserables.

Cada navío llevaba un alguacil de agua y un despensero de vino y aceite. En buenos viajes daban media botella de vino al día, que a veces los tripulantes guardaban para venderla en los puertos de las Indias. Una botella de aceite y tres botellas de vinagre al mes. Dos botellas de agua al día. Que nadie se atreviera a recibir más agua, vino o aceite que otro. El vinagre había que cuidarlo, pues se utilizaba también para enfriar los cañones en combate.

Carne solo se comía dos veces por semana. El resto de la semana, garbanzos, habas, arroz y pescado. Se cocinaba una sola vez al día, si no había tormentas de agua o de viento.

El queso era precioso manjar, pues se podía comer a cualquier hora y se conservaba muy bien.

El pescado y el cerdo en salazón daban más sed. A veces mataban gallinas o un cerdo y se daban banquetes de carne fresca.

Se rezaba mucho en los galeones. En la mañana y en la tarde el capellán recitaba oraciones. Todos se confesaban y comulgaban antes de subirse al barco. ‘Quien no sabe rezar no se meta al mar’.

Estaban siempre expuestos a tormentas, ataques de corsarios o simples averías que podían hundir la nave, e igualmente a pestes y enfermedades muy frecuentes, como sarna, gastroenteritis y escorbuto. O a la simple escasez de viento.

En la tripulación de 133 soldados y 168 marineros había carpinteros, mosqueteros, astilleros, calafates, toneleros, un buzo y tres tamboreros. Los que más ganaban eran los buzos, pues escaseaban, necesitaban saber nadar muy bien –tanto sumergido como en la superficie– y eran los encargados de parchar con madera, hierro y brea los cascos averiados. Los tres tamboreros también recibían buenos sueldos porque durante los combates debían permanecer afuera, arriba, visibles e indefensos, haciendo sonar sus instrumentos con ritmos de arenga. Debido a la crisis de la guerra, no iban gaiteros ni flautistas.

Navegaban 100 grumetes y 24 pajes, que eran niños entre los 8 y los 14 años, por lo general huérfanos. Rara era la travesía en que no muriera alguien; entonces, lo envolvían en un paño, le cargaban un lastre de piedras o toneles de barro, le rezaban y lo arrojaban al fondo del mar mientras que toda tripulación gritaba en coro: “buen viaje”.

Si había un naufragio, por tempestad o por guerra, los primeros en subir a las barcazas eran las personas más útiles a la sociedad en esos momentos, entiéndase varones de ascendencia noble, y de últimos quedaban los niños, las mujeres y los ancianos.

Corte transversal de un galeón (versión más grande una galea o galera). De noche, un grumete le daba la vuelta a un reloj de arena que se vaciaba cada media hora y los hombres de la guardia debían de responder los versos que entonaba el del cronómetro para comprobar que estaban despiertos.

Los marineros que sobrevivían a las pestes, combates, enfermedades o naufragios casi siempre terminaban padeciendo un envejecimiento prematuro.

Con los acosos del rey Felipe V, el tesoro salió de El Callao hacia el Pacífico panameño el 19 de diciembre de 1707.

La Flota de Casa Alegre –por el conde de Casa Alegre, responsable del San José– estuvo fondeada en Cartagena durante dos años, esperando que se juntara la preciosa carga proveniente del extenso virreinato peruano, más grande que el imperio inca, y solo el 2 de febrero de 1707 levantó anclas para ir a cargar a la feria de Portobelo, en el Caribe panameño, adonde llegó ocho días más tarde y donde se encontraban reunidos todo el oro y la plata que habían salido del puerto de El Callao en barcos y que atravesaron el istmo en mulas, por el estrecho camino real. Esos metales preciosos eran producto del recaudo de impuestos por la extracción de los mismos o tributos de los súbditos del rey.

Cuando el galeón San José partió para Panamá llevaba 53 hombres menos: 13 habían muerto y 40 habían desertado.

Cinco largos e inexplicables meses estuvo la flota de Casa Alegre fondeada en Portobelo, cargando, recaudando y esperando solucionar trámites y disputas con los marineros franceses, los comerciantes y burócratas españoles y los cobradores de impuestos reales.

También cargaban, en menor escala, cochinilla, añil, pieles, cacao y algunas excentricidades, como papagayos, monos, turpiales, quetzales e iguanas. A la feria llegaban igualmente los mercaderes españoles y franceses a vender sus bisuterías y demás manufacturas europeas para el consumo de las colonias.

En carpas ubicadas en la ciudad de Portobelo, los comerciantes hacían sus transacciones lo más rápido posible para evadir a los revisores fiscales del rey y a los piratas ingleses que pudieran atacarlos.

Dicen las crónicas de la época que los galeones llevaban 22 millones de monedas de oro y plata de diferentes nominaciones (escudos, ducados, pesos, reales y maravedíes), siendo las más valiosas las de oro de 8 escudos con la efigie de Felipe V, las cuales pesaban 26,7 gramos cada una. Hoy, los mercaderes numismáticos pagan 6.000 euros por cada una de esas monedas, que no se consiguen.

La boca del lobo

Las monedas las repartieron mitad y mitad entre los galeones San José y San Joaquín.

Aunque era fustigado por las necesidades del rey Felipe V, la estrategia de Casa Alegre ha sido calificada de imprudente, pues sabía que los corsarios ingleses lo estaban esperando, pero se sentía muy superior en hombres y armas a la flota comandada por Charles Wagner (de 44 años). Y también le corría prisa porque se acercaba la temible temporada de huracanes del Caribe y los escoltas franceses amenazaban con irse a Europa si demoraba la partida.

No tenían que ser muy listos el comodoro Charles Wagner y sus hombres para saber que el galeón San José, su gemelo casi idéntico –el galeón San Joaquín– y los otros 12 navíos de la flota navegaban de Panamá a Cartagena con el mayor tesoro jamás embarcado.

El San José estaba artillado con 64 cañones en las 70 portas disponibles; 26 cañones para balas de 18 libras, 26 para balas de 10 libras y 8 de 6 libras. En total, la flota que acompañaba al galeón San José tenía 13 navíos con 278 cañones en los siete artillados, que eran más ‘mangudos’ (anchos), pero más lentos.

A las 3 de la tarde del jueves 7 de junio de 1708, Casa Alegre ya podía atisbar la bahía de Cartagena desde Barú. Y a los lados, a dos kilómetros de distancia, oteó las velas enemigas de los cuatro navíos ingleses, con apenas 192 cañones entre todos.

A las 7:30 de la noche, el galeón San José, con los palos rotos y a punto de ser abordado por los ingleses, que ya estaban a 60 metros, disparaba sin puntería hasta que la nave explotó por la pólvora que llevaba o sencillamente se partió. Solo la arqueología náutica podrá explicar cuál fue la causa de su hundimiento.

La batalla duró dos días más y el San Joaquín logró entrar herido a la bahía de Cartagena, con medio tesoro y ante la resignación de los ingleses, que también tenían averiadas sus naves.

Pero la tragedia no termina ahí. Tres años más tarde, el 3 de agosto de 1711, zarpa desde Cartagena el resto de la flota del tesoro, con el reparado galeón San Joaquín a la cabeza y tres unidades de escolta, pero una tormenta los dispersa y dos de las tres unidades de respaldo regresan a Cartagena. En consecuencia, el San Joaquín vuelve a ser emboscado por los filibusteros ingleses, con siete poderosos navíos armados con 310 cañones.

El almirante Villanueva muere en el combate y el galeón, apoyado por una sola unidad de escolta, se rinde, pero los ingleses no encuentran el tesoro. Por órdenes de Felipe V y para humillación de Villanueva, el tesoro sobrante había sido embarcado en las menos ostentosas embarcaciones francesas, que llegaron triunfantes a España, con el oro y la plata, para que Felipe V se animara un poco.

El virrey marqués de Castelldosrius fue procesado por deshonesto y el almirante Charles Wagner murió tranquilo en su casa, a los 77 años.

Nunca se supo si entre los 11 sobrevivientes del hundido galeón San José estaba Juan Pedro, el buzo, o alguno de los tres tamboreros, o si ellos hacen parte de las 578 almas que vagan en las aguas de Barú.

Fuente: EL TIEMPO / Colombia